Era un cartero común de veintiséis años. Su vida laboral era simple. En ocasiones tenía que andar un gran trecho para llegar a casa del destinatario, pero no experimentaba molestia alguna. Le gustaba su trabajo y cualquier faena no representaba sacrificio para él. Viajaba ese día a bordo de su bicicleta, no tenía apuro. En su valija había pocas cartas que transportar. Media mañana había sido suficiente para realizar todo el trabajo. Iría a casa a tomar un baño y continuar leyendo ese libro de Liana que lo había cautivado. Bajaba por la pendiente cuando una carta sobre el pavimento le hizo frenar en seco. “Pude haberla dejado caer”, se dijo mientras se inclinó a recogerla.
Se asombró al ver que el sobre estaba semiabierto. Aunque no era costumbre en su persona sacó la carta y comenzó a leer.
La Habana, 4 de agosto de 1985
A Pedro:
Quizás pienses que la desaparición de Days se debe a que está con otro hombre. Lo cierto es que tuvo un accidente hace tres días y permaneció grave. Aún está ingresada. Los médicos quieren estar seguros de que no corre peligro. Ella me pidió que te escribiese. Es lógico que estés preocupado, no espera menos de ti.
Velkis Noroa Satier
PD: Cuando recibas llámame para darte la ubicación exacta de ella.
Miró el reloj de pulsera y se percató de que era 11 de agosto. De inmediato se fijó en la dirección escrita en el sobre y se fue a entregar la misiva.
Tocó la puerta y abrió un hombre que emitía en su aspecto señales de haber pasado una noche terrible.
—¿Usted es Pedro? —preguntó con pena. Ya había tomado el asunto como propio.
—Si —contestó en voz baja.
—Me temo que esta carta es para usted.
Pedro la abrió y comenzó a leer. Bajó la cabeza y suspiró. El cartero apreció que las lágrimas le corrían por el rostro.
—¿Qué ocurre?
—Days falleció el pasado viernes. Espero que no sea culpable de la tardanza de esta carta. ¿Sabe que fue mi esposa durante seis años? Los dos fuimos cómplices de momentos inolvidables. También cometimos errores detestables y me temo que hasta penados por la ley. Nunca nos arrepentimos de nada. Pensábamos que un matrimonio era para eso, para vivir juntos todo el tiempo, aun cuando por razones de trabajo estuviéramos lejos. Éramos lo suficientemente felices para sentirnos uno al lado del otro. La esencia de nuestro amor siempre conservó la misma intensidad. Nos despedíamos en las mañanas, pero nunca significó un adiós. Pasábamos el resto del día locos por vivir la hora de estar en nuestra habitación. Para nosotros el palacio real de los deseos acumulados durante horas.
Mientras Pedro narraba los sucesos, el joven lo miraba con atención. El relato lo golpeaba a cada instante.
—Nunca hubo etapas bajas —continuó Pedro—. Gustaba de hacerme feliz, lo disfrutaba muchísimo. Nunca pensó en ella sola. Cada cosa la consideraba en plural. Nuestra relación se forjó sobre la base del compacto sentimiento mutuo. Atando cabos, recuerdo que el 1ro de agosto ella salió bien temprano, iba de compras al mercado. Organizaba una cena romántica para celebrar nuestro sexto aniversario. Cuando la noche se hizo presente fui presa de una desesperación infinita. Algo malo debía haber pasado, pero preferí pensar que se había marchado con otro hombre. Pensamiento que me laceraba. Aunque la amo tanto que creía mejor aferrarme a aquella idea y no esperar un lamentable suceso.
Al llegar a este punto el cartero notó que Pedro hablaba con la vista clavada en el suelo. Era como si su retórica fuera una grabación.
—Lo siento mucho —dijo mirando de frente al viudo que apenas sostenía el peso de la tristeza.
—Gracias, pero me niego a creer lo que dice. Nadie en estos momentos puede experimentar dolor semejante al mío. Usted apenas acaba de traer una carta. Escuchó una historia que pronto olvidará, mientras yo viviré el resto de mi tiempo sin la mujer que significa el eje de mi vida.
—¿Sabes qué es estar enamorado? ¿Qué se siente al perder el significado de la vida?
—No, pero de veras lo siento —respondió con debilidad el joven.
Todo quedó en silencio. Ninguno se atrevió a continuar manoseando el dolor.
Esa noche apenas durmió el cartero. La carta, Pedro y Days no se le apartaban de su cabeza. Al día siguiente renunció a su trabajo y consiguió empleo como portero en el hospital de la ciudad. Allí se dedicó a lo que más placer le daba desde entonces, enviarle cartas anónimas a los pacientes donde les deseaba felicidad y mucha paz.
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