El carro inoportuno

Desde que llegué a la pubertad me hice el propósito de ser una persona ecuánime y realista. Me cuidé de aceptar las cosas que no podía comprobar con mi propia vista. Cuando alcancé la mayoría de edad me alejé de supersticiones y de las personas que creían en una vida más allá de la muerte o en la existencia de un mundo paralelo habitado por extrañas y feas criaturas cuya razón de ser era aterrorizar a los humanos. 

Estaba equivocado, claramente. Nunca imaginé que nos invadiría la Covid-19, mucho menos que el causante de mis males fuera un ser imperceptible.  

En junio de 2021, después de varios meses de experimentar el sabor del terror, sentí la gélida presencia de la muerte en mi casa, cuando mi madre estuvo a punto de partir al mundo del más allá. “No estaba para Uds.”, nos dijo una enfermera regordeta y afable cuando me envió, junto a mi esposa e hija, al confinamiento. 

La casa era antigua, bastante espaciosa. Seis cuartos, dos baños, sala, cocina y comedor, atados a un pasillo central. Motivado por dos casos positivos a la Covid-19, dos familias terminábamos junio y el aislamiento en el mismo inmueble. De la mitad de la casa hacia atrás la música mostraba señales infalibles de júbilo y llegaba hasta mi sala. Denia y yo hacíamos lo posible por seguir el hilo de una película cuyo nombre desconocíamos. Las canciones se unían a los sonidos del film en una mezcla de imágenes, acción y diálogos. Mi pequeña jugaba ajena a la música, la película, los efectos especiales, a todo. Hablaba y reía con las muñecas y la mayoría de los útiles del hogar que entorpecían el tránsito. Sumergida en su mundo de fantasías o demonios se conducía con fluidez y experimentación, pasible a un rato, violenta a otro.

—Se acabó la película —nos informó Cindy que al parecer seguía la televisión con más concentración que nosotros. 

—Es cierto —dijo mi esposa haciendo un gesto de alivio al notar que también la música del fondo llegaba a su fin.

Esa noche nos fuimos a la cama con los pensamientos alborotados. La mente reclamaba reposo. Cindy y Denia hallaron con rapidez un largo sueño que las dominó. Yo por mi parte me regalé una pesadilla en la que un rostro me miraba fijamente y una mano delgada se me venía encima o algo así, todo era muy raro.

En esas condiciones llegué hasta las 6:00 de la mañana cuando el reloj me liberó y a ellas las despertó. A tientas nos alistamos y llegamos a la esquina. Mientras esperaba el transporte imaginé que el rostro que me importunaba en la noche empezaba a materializarse. Poco a poco dejaba de ser una silueta amorfa. Era un rostro femenino joven de expresión avejentada que creo haber visto en otra oportunidad. Sus ojos saltones y dientes anormalmente separados me lo confirmaban. Me retorcí con un poco de calor y sobresalto en el pecho. Experimentaba el mismo temor de la madrugada y sentí que la mano huesuda estaba a punto de tocarme por la espalda cuando llegó el carro para irnos de regreso a casa y no a la ecuanimidad que siempre quise para mí.

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