Siempre hacíamos lo mismo: desayunábamos juntos, luego veíamos un rato la tele—uno al lado del otro—, después salíamos a pasear por el enorme jardín de aquellas instalaciones.
Aún siento en mis manos el tacto de aquella goma que cubría el acero de su silla de ruedas.
Ella siempre se sorprendía cuando nos acercábamos al diminuto rosal que había cerca de la fuente del dragón. Aunque, en realidad, era un pez enorme, pero ella siempre recordaba, entre risas, la disparatada historia que le conté hace meses en la que le conté que aquello era una especie de dragón muy raro que escupía agua en lugar de fuego. Un extraño dragón de pierda. Nuestro dragón de piedra.
Algunos días, sin que el personal nos viera, arrancábamos una rosa. Ella la elegía.
La agarraba entre sus manos y, sabiendo que se marchitaría si se la llevaba, me decía que lo hacía para recordar ese momento. Nuestro momento a los pies de ese dragón de piedra.
Avanzábamos por un sendero hasta llegar al borde de un enorme lago que casi se fundía a lo lejos con las montañas.
Yo me sentaba en uno de los bancos de mármol blanco.
Ella siempre quería quedarse a mi lado, viendo a lo lejos los nevados picos de las montañas, más allá del lago.
Era una imagen preciosa.
Ella siempre comentaba algo sobre la nieve.
Más tarde, cuando el sol casi rozaba el punto más alto del cielo, volvíamos deshaciendo el camino.
Dejábamos atrás las montañas nevadas, el lago casi infinito y la fuente del dragón de piedra. Las rosas, al menos una de ellas, solían venirse con nosotros.
Después nos despedíamos en la puerta.
Un joven de bata blanca la recogía y la acompañaba al interior.
Ella me miraba. Nunca comprendía nuestras despedidas.
Siempre me sonreía antes de girarse. Y me preguntaba mi nombre.
Mi corazón se rompía en mil pedazos cada día cuando lo pronunciaba.
A veces, si no me escuchaba, se lo repetía.
Ella, sin saber que ya la conocía, me ofrecía el suyo.
Al día siguiente volvía.
Repetíamos la misma historia, desde el desayuno hasta la triste despedida que acababa en su nombre.
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