Dos noches habían pasado desde que su madre le dijera: es tiempo de que hagas tu vida. “Cuántas veces escuché esa frase en radio y televisión”, se preguntó mientras un suspiro aliviaba sus preocupaciones. Llegaba a la mayoría de edad y los cambios del cuerpo estaban expuestos. Nunca reparó en esa serie de cosas. Una provechosa lectura y un guarapo eran suficientes para que su tiempo fuera pleno. “Es tiempo de que hagas tu vida”, aquella frase lo mantenía en vela desde entonces. A la madre no le importó la situación excepcional sanitaria que atravesaba el país en general y el pueblo en sí. Vivir en el campo no significó problemas para él hasta que alcanzó la adolescencia. Los ancianos decían y defendían que, llegada esa edad para un hombre, este debía decidir si dejar la casa para valerse por sí mismo en el futuro o dedicarse a las faenas del campo junto al pater familia.
Apretó el libro que sostenía en sus manos. Desde luego que no tenía la menor intención de adentrarse en el agobiante trajín de la tierra. Era tiempo de irse e intentar hacer su vida, mas no sabía cómo. Permaneció encerrado en su alcoba, buscando una respuesta que le mostrara el camino. A la semana recogió todas las cosas que le bastaban para llenar el pequeño jolongo. Se fue a la cocina y tomó café en su jarro hasta saciarse. Se despidió de los viejos y los ojos se le llenaron de lágrimas, mas no permitió que ninguna corriera por sus mejillas. Se fue para no volver por un largo tiempo. La primera parada del itinerario que se trazó lo llevó al prostíbulo ilegal del pueblo. Allí gastó la mitad de sus ahorros en tres días, convencido de que la primera manera de hacer su vida era haciendo el amor.
Deja una respuesta