Eran las siete de la noche cuando Alberto cerró el cuaderno en el que guardaba sus apuntes sobre la historia de la humanidad. Reposó su espalda en la silla y dejó caer su cabeza hacia atrás. Se sentía satisfecho de su último análisis.
Martes, 15 de junio de 2008.
Desde que el hombre habitó la tierra tuvo que ser lo suficientemente tenaz para sobrevivir en un ambiente lleno de fieras. Sus primeros pasos resultaron arduos e improvisados producto de la casualidad y la causalidad. Piedra y palos fueron sus primeras armas y herramientas de trabajo. Una época de descubrimientos en la que sufría la pérdida de seres queridos en nombre de los dioses y otras cosas sobrenaturales. El tiempo es testigo de que la vida fue y será lo más preciado del ser humano. Pronto supo que había que aprender de la naturaleza si pretendía perdurar. Ella era sabia en general, el eje del equilibrio, autora de la vida y la muerte. Comprendió que la lluvia y el sol eran vitales. Con esa combinación las semillas germinaban, crecían y daban alimentos. Conoció también que no podía exponerse a ellos demasiado porque los excesos eran fatales…
Dejó el cuaderno a buen resguardo en la gaveta de la mesa. Se dio una ducha caliente antes de vestirse. Comprar pan había sido el reclamo de su madre desde la mañana. Estaba entretenido y aún pensaba en su reciente conclusión. Por eso, cuando Alberto abrió la puerta y tropezó con la rara semilla no fue víctima de maleficios. Era una semilla grande, un poco arrugada, con manchas pardas y negruzcas, ataviada con una tira roja que cruzaba transversalmente su cuerpo.
Sus 19 años de cubanía le indicaban que era obvio que la presencia de la semilla en la entrada de su casa no tenía la mejor de las intenciones. Sin embargo, Alberto estaba convencido de que nada que viniese de la naturaleza podía causarle daño. Mucho menos entendía cómo las personas la usaban con esos fines. Cómo atribuirle poderes sobrenaturales a algo tan natural. Suspiraba mientras movía la cabeza a ambos lados. Sin ningún temor la tomó en sus manos, tiró la tela roja a la basura y se fue al patio entre los reclamos de la madre que aún esperaba el pan. De un golpe incrustó la pala en la tierra y abrió el hueco justo para depositar la semilla.
Tenía tiempo suficiente para iniciarse en la agricultura urbana. Su trabajo estaba suspendido hasta nuevo aviso por el azote de la Covid-19. En las semanas posteriores cuidó de ella. Despojó el espacio de hierbas parásitas. La regó con regularidad. El interés por descubrir qué planta saldría de tan extraño óvulo animó sus días. La semilla germinó después de un mes. La planta se tornó inmensa, frondosa y al año dio unos frutos extraños que agradaban el paladar de las aves, jutías, lagartijas y murciélagos, su espesa sombra refrescaba a gallinas, perros y gatos. Disfrutaba ver el árbol en la tarde, poblado de animales que se refugiaban en él para no ser sacrificados y arrojados en las puertas y esquinas de la ciudad.
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