Mientras pasaba la vista por el salón reparé en que siempre quise desayunar en este lujoso restaurante, pero nunca tuve el dinero suficiente. He pasado toda la vida engañando a la gente para obtener ganancias que me permitieran mantener mi ritmo sin tener que trabajar.
—¿Qué desea el señor? —preguntó el camarero inclinándose hacia mí.
—Un desayuno, por favor —respondí de manera entrecortada—. Me sentía nervioso, incapaz de expresar una idea completa sin equivocarme.
Casi al instante se retiró el encargado. Como si estuviera sincronizado. Noté que me sudaban las manos y utilicé una servilleta antes de tiempo. Volví a mirar alrededor del salón y en efecto las personas allí presentes estaban tranquilas y alegres. El buen humor se reflejaba en sus rostros.
Sentí un temblor y bebí un poco de agua. En la medida en que refrescaba mi interior iba recuperando la calma.
—¡Buen provecho! —dijo el mesero al dejar el pedido sobre mi mesa.
La inquietud iba y venía con irregularidad. Estuve a punto de derramarme el café encima de la camisa.
Apenas terminé salí a la calle. Necesitaba sentir el aire frío en el rostro. Lo que no me resultó difícil porque el invierno arreciaba. Después de un largo caminar tomé asiento en este parque donde apenas se encuentran doce personas. Quizás menos.
La noche anterior asesiné a un hombre por un buen precio. Más extraño resulta el hecho de que el pago lo efectuó la propia víctima. ¿La razón? No tenía valor para suicidarse por un error que había cometido al contagiar letalmente con el SARS-Cov-2 a su madre anciana.
Aquí llevo largo rato. Pienso en la persona que soñé ser y en la que realmente me convertí. El dinero que tengo en el bolsillo empieza a molestarme. Vuelven los temblores y el nerviosismo me va dominando. El frío sigue castigándome la cara. Tanta carga es demasiado para mí. Quizás le pague a alguien para que haga lo mismo conmigo.