Llegó temprano a casa. La gente estaba casi en total cuarentena y después de los básicos, pocos servicios mantenían su vitalidad. Su esposa lo esperaba, pero no temprano. Habían peleado la tarde anterior por los celos que Eduardo cocinaba sin una sazón real. Elena sabía que tras cada pelea los horarios habituales de Eduardo para llegar a casa se estiraban al máximo y después varios días de lento recogimiento volvían a su punto inicial.
Al pasar el umbral de la sala, Eduardo sintió una sensación que lo inquietó. El sabor de la curiosidad se le reveló en la boca. En el suelo de la entrada del cuarto reposaba alborotada la ropa interior de su mujer. Dio medio paso y en el acto optó por retroceder sigilosamente. En su furia confundió el sentido de las cosas y los colores. El amasijo rojo y negro de la blusa se le representó similar al ajuar de encajes de esos colores, que Elena reservaba para ocasiones de especial motivación que disponían de placeres desenfrenados.
Abrió el garaje con esmero. Alejado de toda intención de hacer ruido. En la caja de los utensilios en desuso tomó la hoja de un cuchillo recuperado de un machete viejo. Lo entizó con dedicación con su mejor cinta adhesiva. Disfrutó de su peso en la mano. Se sintió fortalecido. “Mataré al desgraciado ese, después de todo está en mi territorio disfrutando a gusto de lo que me pertenece”, pensó.
Dejó los zapatos y el nasobuco sobre un butacón y en puntillas de pie se enrumbó al cuarto. “Puta de mierda”, repitió para sus adentros. La sed de sangre revoloteaba en su paladar. Imaginó varias formas de matar, de matarlo, de matarlos. El ejemplo de los corderos era una buena opción. Cortaría sus gargantas. “No, demasiada sangre para limpiar después”. Mejor amarrar al hijueputa y cortarle el pene en la bañera. Disfrutaría ver el desangramiento. El miembro lo echaría por el descargue del inodoro. ¿Y Elena? ¿La muerte sería el castigo por traicionarme? ¿Debería picarle la cara al estilo de convictos repudiables o darle las dos buenas bofetadas que jamás le di? Se le alteraron las venas de los ojos. Los ojos que él mismo no podía ver. “Ya veré que hago con esa zorra”, concluyó.
Sintió alivio a la entrada de la habitación. Su esposa dormía confiada en la penumbra. Sin más compañía que el deseo de estar con su esposo cuando este llegase a casa. Mientras la observaba con los ojos hinchados el corazón le latía en la garganta. Dejó caer el cuchillo y se sorprendió del singular contraste que logró el arma casi homicida sobre las bolas rojas de la blusa.
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