El desierto

El desierto de Escaseca figura entre los más extremos del mundo. En tiempos de auge vivían en él, alrededor de ochenta familias. Aunque era bastante tedioso llegar a sus predios, gran cantidad de comerciantes acudían para vender los productos a precios exuberantes. Sobre todo, toneles de agua que acarreaban sobre camellos y elefantes que aprendían de memoria el trayecto. 

El cambio climático incluyó a Troke y en especial a Escaseca, que fue continuamente asediada por tormentas de arenas y nubes de polvo. El precio del agua fue tornándose violento. Los comerciantes que se decidían a emprender el viaje eran cada vez menos. Volaban las noticias de asaltos en medio del desierto y sepulcros provocados por antojos del viento. Una tras otra, las familias fueron abandonando la ciudad, solo el alcalde y su esposa se atrevieron a permanecer en aquel inhóspito paraje. Era un desafío personal. Querían demostrar al mundo que en Escaseca era posible vivir y hacerlo a plenitud. Una mitad del caudal matrimonial la destinaron a la compra de agua y la otra para alimentos. Ahorrando al límite, fueron esperando la mejoría del clima. El vestido y el entretenimiento fueron desterrados del pensamiento y el lenguaje familiar. 

Con esfuerzos sobrehumanos fueron capaces de construir una presa de muros de piedra. Elevadas cantidades de arena eran removidas de su reposo para desenterrar las rocas que se destinaron a la obra. Una inversión de tiempo, esfuerzo y vida para una utilidad prevista e incierta. Desear la lluvia no garantizaba la humedad de su ocurrencia. Sus cuerpos se consumieron a medida que se acrecentaba la espera. El amor a su tierra se traducía en lamentos mientras casas y plazas se deterioraban al aproximarse el último mes de los últimos dos años. 

En vísperas del año nuevo, el cielo se tornó rojizo al punto de arder. La lluvia era inminente. El olor, como plato entrante les informó el advenimiento de un salpicado futuro. El alcalde y su esposa gritaban de alegría. El jolgorio se impuso. Corrían despavoridos de un lado a otro. Revisaron detrás de la casa principal, del establo, de la carreta, la presa, y a cada paso descubrían que se trataba del mismo cielo encapotado. Un cielo cerrado en rojo. El mismo cielo preñado de lluvia a punto de parir que se contraía y gruñía de dolor por tanto chaparrón dentro. De momento un destello lo encandiló. Tras instantes de inmovilidad y aturdimiento, en el vértice de la enajenación, el alcalde movía la cabeza a ambos lados para escapar de la confusión. Al recobrar la vista quedó mudo. La inclemencia de sus días pasados le canjeaba la lluvia por la vida de su mujer, que yacía carbonizada a dos pasos de la presa. Entonces lloró dentro de la lluvia y maldijo a Dezeus y su sempiterna familia para todos los tiempos de la fe.

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