Consuelo descuelga su vestido de novia, camina en silencio y lo extiende sobre la cama vacía de su hijo. Lo plancha con las manos y observa la caída de la seda, los detalles de encaje que adornan la cintura. Suspira de pie mientras recuerda su casamiento al amanecer, en la ermita del cerro de La Soledad, su marido y ella estaban acompañados por dos testigos. Silencio, miradas clavadas en el suelo, la barriga oculta tras un crespón holgado semejante a un saco de patatas.
Se sube a un taburete y busca la maleta pequeña en el altillo de su dormitorio. El marido suelta un ronquido de oso agonizante. Ella da un respingo, le tiemblan las manos. Narciso se gira hacia la izquierda, igual que cada mañana antes de abrir los ojos. Así que se marcha despacio de la habitación, con las manos vacías, ha sido incapaz de abrir el cajón para guardarse un par de mudas. Desde el quicio de la puerta, los ronquidos recuperan su cadencia habitual.
Consuelo garabatea un papel y lo coloca sobre la cama de su hijo, entre el vestido de novia y los zapatos de medio tacón. Se asoma por la ventana y descubre una fila de taxis aparcados en la Plaza del Olvido; esboza una media sonrisa y arroja la alianza al vacío. Por último, esconde su móvil con botones grandes en el fondo del cesto de la ropa sucia. Mientras desciende los diez pisos en el ascensor, imagina la vena del cuello de Narciso al leer su nota, palpitante, a punto de reventar. Recibirá su mensaje cincuenta años tarde, desde aquella noche en el viejo Seiscientos de su primo el de Finisterre; la que daría la vida por olvidar: «No; quiero».
Armada de valor, deja el vacío atrás, para dar paso a la oportunidad… Recopila sus recuerdos, aterriza sus latidos, años de oro han transcurrido, pero mientras el bardo no llegue, tiene todavía un sinfín de motivos para volver a empezar… Maravilloso relato
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