Pasaban a mi lado,
se paraban frente a mí, a veces,
pero no les prestaba atención.
En ese momento no era consciente
de que estaban ahí. Eso lo vi más tarde
cuando tropecé la primera vez
con una de ellas y descubrí
que no era la única.
Me abruman.
Llega un momento
en que me abruman.
Todas esas malas decisiones que tomé.
Todas.
Incluso aquellas que nunca supe
que había tomado.
Frente a mí,
como si fuesen un público expectante,
me miran,
cuestionan
cada paso que doy
y disimulan una sonrisa cuando perciben
la incorporación de alguien nuevo al grupo.
Y ocurre.
No paran de crecer y se hacen más densas,
más grises sus sombras,
más triste la esencia
de todo cuanto pisan.
Lo ensombrecen todo en cuchicheos lejanos,
en rumores que vibran sobre los cristales
resquebrajando cualquier cosa que pueda
llenarme de orgullo.
Y una luz, a veces,
las diluye y desvanece.
Creo que las destruye y respiro.
Pero no pierdo el miedo escénico.
Es insoportable la presión que siento.
A lo lejos, de nuevo,
veo a ese niño que me observa
con los ojos llorosos
y comprendo,
justo antes de que vuelvan a comérselo
todo
las sombras,
que no soy ese adulto que quiso haber sido.