A veces me vienen recuerdos de todos esos momentos en los que determinadas personas intentaron romper mi inocencia. Como si una vez rota la suya, tuviesen el derecho de destruir la de los demás.
Cada día, esos recuerdos son más fuertes.
Pienso que se debe a ese continuo desgaste del día a día.
Como si el mundo girase y se fuese vaciando en cada vuelta.
A veces, encuentro a alguien que aún es capaz de mostrarme el mundo desde los ojos de un niño. Y esos momentos son los que me animan a seguir reconstruyendo mi realidad.
No soy capaz de recordar el momento en el que alguien hizo reventar a la serpiente para sacar de dentro a un elefante raquítico.
Tampoco recuerdo cuándo me dijeron que algunas madrigueras de conejo solo están llenas de serpientes o arañas y que no conducían, como creía hasta entonces, a un mundo de surrealismo desenfrenado.
Y aunque perdure el miedo, me cuesta saber en qué momento me obligaron a mirar bajo la cama para descubrir que ninguna mano negra me agarraría por el pie y me arrastraría para engullirme en su mundo de sombras.
A veces, apareces tú y me hablas de esos pasillos que parecen estirarse tras nuestros pasos cuando corremos a oscuras hacia la cama. Interminables, convergentes en un punto lejano.
También hablamos de la música que escapó de nuestras manos y de todos los retratos que se perdieron en cuadros imaginarios.
Luego te cuento cómo lloré cuando vi a ese pequeño ratón pegado a un trozo de cartón luchando por escapar. Y sonreímos a pesar de que ambos sabemos que es triste.
No soy capaz de recordar cuándo cambié el miedo por ternura.
Ni cuando la tristeza puso su tono azul sobre cada recuerdo del pasado.
Parece que fue ayer cuando casi caemos abrazados sobre las olas.
No sé cuándo empecé a ser.
No sé de donde vengo. Y sin embargo, pierdo las horas persiguiendo esos caminos entrelazados que nunca me llevarán en busca de la inocencia perdida.
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