A raíz de la organización del I Certamen Literario que se realiza en mi localidad natal, varias personas me han trasladado su inseguridad a la hora de escribir. Esto me ha llevado a pensar en qué fue lo que me llevó a escribir o qué es lo que me motiva y, sinceramente, no encuentro ese factor raíz que me lleva a hacerlo. Supongo que serán un cúmulo de cosas: crear, evadirme, liberarme, compartir… Puede que todo eso junto sea «el motivo» que me lleva a escribir.
Aunque no sepa qué me lleva a hacerlo (mucho menos voy a saber qué me hizo continuar), sí recuerdo el primer poema que escribí.
Recuerdo que estaba en cuarto de primaria.
Y no podría estar más agradecido de los maestros que tuve durante ese periodo educativo en el que consiguieron educarme y formarme con un sistema totalmente distinto, sin exámenes, donde primaba la pasión por aprender y compartir conocimientos y valores básicos.
Y así, un día, como ejercicio para fomentar la lectura y la escritura, mi maestro nos pidió que escribiésemos un poema para el día siguiente.
¡Un poema!
¿Qué es un poema?
Recuerdo pasar el resto de la tarde buscando poemas en mi libro de Lengua.
Recorrí el libro de principio a fin y descubrí lo que era un verso, una estrofa. Descubrí que existían las rimas: asonantes y consonantes. Aprendí las distintas formas de medir de una métrica que se adaptaba a su tiempo. Y descubrí la musicalidad oculta en las palabras.
Puede que aquel momento fuese mi despertar como escritor.
Y escribí.
Mi primer poema, con rima torpe y musicalidad improvisada, contaba la monótona historia de un saltamontes que saltaba en dirección a un río.
Recuerdo contar los saltos del insecto:
…
uno
dos
tres
…
Y de pronto, una rana aparece en la historia para comérselo
Ahí me dejé llevar un poco por el miedo, la angustia.
Y mágicamente, aquel saltamontes escapó de la boca de aquella rana para alejarse del río saltando:
…
uno
dos
tres
…
Y contando, terminé de escribirlo.
Me sentí extrañamente satisfecho. Me encantaba mi primer poema.
Recuerdo correr hacia mi madre para leérselo.
Luego se lo leí a mi padre.
Y guardé muy bien la libreta para asegurarme de que al día siguiente no me la dejaba olvidada en casa.
Cuando llegó el momento de la lectura, recuerdo estar muy nervioso.
También recuerdo que fuimos muy pocos los que escribimos algo.
Y lo leí.
Intenté hacer sus pausas al final de cada verso (como me habían dicho).
Intenté no perder la musicalidad leyendo. Lo intenté…
Pero recuerdo que me temblaba la voz.
Cuando terminé me sentí liberado pero la emoción se tornó un poco agridulce.
Ahí es cuando el recuerdo se nubla, porque el resto de la historia dejó de ser emocionante.
Recuerdo que algunos compañeros me decían que no tenía sentido.
¿Cómo un saltamontes que se come una rana puede escapar de la rana y seguir saltando como si nada? ¡Debería estar muerto!
Pues sí. Tenían toda la razón del mundo. Por pura lógica debería estar muerto.
Sin embargo, yo había entendido que la poesía era imaginación, sentimiento, imposibles, ritmo… Y yo necesitaba que mi saltamontes saliera y volviese a saltar. Por el ritmo, por los imposibles y porque era mi poema y yo hacía con mi poema lo que me daba la gana.
Y recuerdo que me enfadé.
Ahí entró en conflicto mi pedacito de cabeza creativo con el pedacito de cabeza lógico.
A esa edad no sabía gestionar críticas.
A esa edad no sabía poner en valor la imaginación frente al realismo.
A esa edad dejé de escribir.
Hoy no recuerdo qué hice con la libreta de cubierta roja donde escribí ese poema.
Más tarde, no recuerdo cuándo ni por qué, volví a escribir.
Escribía historias improvisadas.
Escribía poemas de rima forzada.
Escribía por escribir.
Y escribiendo, sigo intentado llegar a cualquier parte con palabras fijas.
Para mí, esa es la magia de la Literatura: llegar con una voz que no es la mía al alma de cualquier persona sin importar el lugar o el tiempo.
Aún así, a pesar de esa magia, sigo sin saber por qué escribo.
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