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Recordar, reescribir: dos poemas

Para quienes sienten que la escritura es algo más que un mero hobby, los periodos estériles, de bloqueo e insatisfacción con nuestra propia obra resultan muy duros. Escribir no es simplemente un pasatiempo, sino que nos ayuda a expresar quiénes somos, a reflexionar sobre lo que nos rodea y cómo todo esto nos afecta. Conforma nuestra identidad, nos construye.

En este sentido, la escritura va también de la mano de la memoria, personal o colectiva. Escribir nace siempre de la experiencia: un hecho histórico, un recuerdo, una sensación. Como la fotografía, los textos capturan el tiempo y lo transforman en un hecho subjetivo, aunque no por ello irreal ni mentiroso; reconvierten el tiempo al lenguaje de la ficción, donde la experiencia temporal traspasa las fronteras de la física y vuelve al pasado, atraviesa el presente, viaja a lo posible. Los frutos de la escritura son una aproximación a la realidad desde nosotros mismos, en cuanto que individuos o como sociedad; conforman un filtro a través del cual observamos y entendemos la vida.

Ante la página en blanco, un buen ejercicio que nos invita a retomar el poder de las palabras es la reescritura. Desde hace unos cuantos meses, cada lunes me conecto a uno de los talleres virtuales que imparte la poeta argentina Natalia Litvinova, donde leemos a autoras y autores contemporáneos y compartimos los poemas que hemos escrito a partir de la consigna de la semana anterior. En la segunda semana del taller, debíamos traer un texto en el que empleáramos la imagen del pelo. A falta de ideas, recordé uno de los poemas de mi primer libro, en el que revisito un juego infantil entre mi madre y yo, cuando esta, durante el baño, me enjabonaba la cabeza y ambas imaginábamos que era “un pastel de rica miel”. El poema original, publicado en 2021, dice así:

MEMORIA  
La niñez
es ese instante dulce
que yo tomo entre mis dedos.
 
El bizcocho humeante
en el vientre del hogar;
la calidez
de las manos maternales
amasando la espuma
de mi frente.
 
“Un pastel de rica miel”,
decía, y después
enjuagaba
mi dolor en aquel baño
ritualístico.
 
La niñez
es ese instante dulce
que yo recobro entre mis dedos.
 
La miel
que alimenta
mis días adultos.
Ese bocado
feliz
y
fugaz.

Escribir es recordar. Esta es una de las ideas que subyacen a Veinticinco, un poemario que aborda el paso del tiempo, las luces y sombras de la infancia, los lazos familiares y otros vínculos; en suma: todo lo que acaba por constituir nuestra identidad. Y, cómo no, la escritura está muy presente. Mi primer poemario fue una reflexión sobre el crecimiento, el progresivo abandono de la infancia que, al final, termina por ser un continuum, un vaivén, un tiempo expandido: el aprendizaje ocurre siempre, la niñez se prolonga hasta un momento intrínsecamente indefinible.

La reescritura es hacer pasar de nuevo la experiencia por un lapso de ficción, ya de por sí construido. Desde que publiqué el libro, he leído y he escrito mucho, y el resultado de mi visita a un texto del pasado fue el siguiente:

Mi madre
solía enjabonarme entre murmullos
de pan y ortigas azules.
Con sus manos atusaba
mis cabellos, removía en remolinos
de espuma mis sienes,
sembraba con vacías
puntadas su legado de palabras,
apartaba los escombros.
Mi madre, divertida,
solía lavarme con empeño, pero ternura e
imaginaba
(imaginábamos)
mi cabeza un pastel de rica miel,
pero eran en verdad los dedos de ella los caminos
a un panal inmenso.
Ahora,
lejos de aquel ritual primigenio,
rebusco entre los surcos
de mi pelo esa fuente
en la que abreven los días
y brote, por un momento,
la pureza. 

Aunque el poema original sigue siendo muy mío y muy yo, ahora, a mis 29 años, siento que hablo desde otro lenguaje, que, sin abandonar aquel dulce instante de la infancia, debo reescribir aquel momento en mi presente, debo reescribirme. La escritura y la poesía nos ayudan a vislumbrar quiénes somos, a interpretarnos bajo la luz de un sol diferente. Nos reconstruyen.

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